No hay debate posible con alguien que no quiere escuchar. Tampoco con alguien que quiere imponer sus ideas y no admite otras diversas. Igualmente no es posible con alguien que desconozca los fundamentos sobre los que se puede debatir, o que no sepa lo suficiente del asunto sobre el que versa el debate. Como se ve, son todos aspectos del mismo punto esencial, la soberbia de la ignorancia.

Que vivimos tiempos convulsos no se le esconde a nadie con dos dedos de sentido, sea este común o no. Las continuas atenciones a temas banales e insustanciales, a la estupidez de cualquier idiota que les da por considerar mediático (hasta el mismo adjetivo ya canta su dependencia), a las vidas insulsas y falsas de una banda de infantiles que se pasan los días bailando y despreciando a los que no son como ellos para lucrarse con los deseos frustrados de una marabunta de ignorantes, aparte de proponer un modo de vida irreal e insostenible. Todo ello promovido, vulgarizado, cacareado y ayudado a esparcir como el estiércol por los autodenominados medios de información, redes sociales y otros eufemismos. Y por no seguir hablando del narcisismo individualista que caracteriza todo este mundillo y que ha traspasado ya las barreras de prácticamente toda la sociedad. Hoy es la moda lanzarse improperios que no tienen otra entidad que la visión falseada de la realidad, que de compleja se hace unidireccional y partidista. Cada uno tiene su rato de hinchada vanagloria a diario en las redes putrefactas de los medios. No hablo solo de los políticos, aunque en en caso de estos, según los países (el nuestro es de gravedad suma), reviste una preocupación que debería ser social. Dicen algunos que no se puede ir contra la marea de la Historia, pero entonces, ¿qué nos queda de racionales y seres humanos? De haber sido así, quizá nos hubiéramos exterminado unos a otros en lugar de intentar encontrarnos y hacer una vida en común más elevada que la simplemente animal.