La verdad es que no vale la pena escribir sobre la decadencia y el mal gusto que se advierte hoy en día por doquiera porque es un fenómeno de largo recorrido en la historia de la Humanidad, tanto que cada época de crisis –y sumamos ya centenas– tiene su exaltación de la miseria y la degradación como banderín. Por lo que sabemos, la impostura del mal gusto y la ordinariez se chalanearon de París tras el horroroso y macabro episodio de la revolución, con sus carretadas de muerte y destrucción. Lo hicieron en la Viena y el Berlín de la posguerra mundial primera. Algo parecido pasó con la pobre Rusia tras hacerse los bolcheviques con el poder, una desgracia que trajo aparejadas otras tantas que se nos perpetuaron hasta hace bien poco, con sus períodos de descanso y dulcificación, menos mal, que todo no han de ser desgracias ni hay cuerpo sano que las resista. En tiempos mucho más lejanos a nosotros parece ser que tres cuartos de lo mismo. Y así a la Atenas en caída libre tras la guerra; en la Roma a la que ya no le quedaban más que pocos coletazos para ser invadida y depuesta; a la disgregación del imperio de Carlomagno; en la España enfangada y en bancarrota del final del siglo XVII. Común a todas ellas fue el pulular de miserias y sus acólitos, que mostraban sus vergüenzas con enconado frenesí a todo aquel que quisiera verlas o al que no, que igual les daba con tal de mostrarlas. Y si solo fuera el vestido… Pero ya sabemos, lo que mostramos de nosotros va muy ligado a lo que nos ideamos. Como para entrar en esas cabezas…
La ordinariez
