Puede observarse desde hace un tiempo, con solo leer varios de los periódicos digitales de distintos países (aunque se observen notables diferencias, dadas las diferentes mentalidades que tienen las sociedades que los conforman), que una, podríamos decir, plaga de sentimentalismo discriminador se ha adueñado de la línea editorial. No se entiende si no que se mezclen churras con merina con tanta vulgaridad como indecencia, que muchas veces cae en la contradicción de decir uno y su contrario en el mismo paso y quedarse tan ancho. Quizá refleje este de la imprecisión en que vivimos en este mundo donde se desdibujan los sentidos del vivir, y si vivir no tiene sentido tampoco lo tiene su exposición y, entonces, ¿qué sentido tiene contar algo?, ¿qué sentido tienen las noticias? Como no sea la propaganda… Y ahí hemos dado con el quid de la cuestión, que todo es pura propaganda para tratar de vendernos lo que sea, para tratar de tenernos aprisionados en las redes del consumo desaforado y creciente de todo: de datos, de información, de manufacturas, sean estas necesarias o no. De este modo se van conformando las mentes de los lectores y, sobre todo, de los oyente-espectadores (porque cada vez los lectores son menos) para que sean receptivos a cualquier sesgo que se les quiera imponer. No es de extrañar, pues ya fue empleado desde tiempos antiguos; conocemos su uso en el Imperio romano y posteriormente en casi todas las sociedades que surgieron de él. No sabemos mucho en el Occidente europeo sobre China, Japón y otros imperios orientales, pero no me extrañaría que encontrásemos similares actuaciones. ¿Qué cabe entonces? Parece que la respuesta es clara: evitar caer en sus redes; evitar la lectura indiscriminada de sus páginas; evitar el visionado compulsivo. ¿Es esto posible? A la mayoría inculta y despreocupada no, difícilmente le es posible. Ella solo sabe que puede distraerse y que, como puede, lo hace. No repara en más; no es capaz de más profundidades. Es triste que gente así sea manejada por una élite que sí sabe muy bien lo que hace y puede, malgrado la escasa dosis de imprevisibilidad que el proceso conlleva. Es triste, pero es lo que hay; difícilmente vamos a poder ponerle puertas al campo, ya se ha intentado muchas veces con resultados catastróficos para la libertad de los seres humanos. Nos hemos hartados de visionarios, de falsos profetas, de mesías redentores que por prometer el paraíso aquí en la tierra nos han pedido sujeción; eso cuando la han pedido, porque muchos de ellos ni siquiera eso, sino que la han impuesto a sangre y fuego. Lo único que funciona de veras en este mundo de mentiras y falacias es la armonía derivada del respeto a la libertad de los otros, que a su vez se ve refrenada por el deseo de hacer el bien, en la medida de lo posible, a los demás. Y esa es una tarea que conviene aprender y en la que nos conviene invertir esfuerzos para no llegar a un futuro peor que el pasado que dejamos atrás. Resulta muy cínico haber destruido ciudades enteras y sus habitantes con bombardeos bajo las excusas que se quiera, para luego elaborar un discurso de expiación, cuando no de justificación, cuando no hay justificación racional posible para ello sino la del poder: puedo hacerlo y lo hago, puedo destruirte y me debes temer. Y con esos criterios de convivencia yo, al menos, no deseo vivir.
El sentido de las noticias