Muchos de nosotros nos instalamos en lo que podríamos denominar la queja vana, una queja insubstancial e ineficaz en tanto que no persigue algún cambio que ayude a mejorar la situación objeto de queja o, en caso de no ser posible, a aceptarla del mejor grado. La queja por la misma esencia de la queja puede ser algo que beneficie, según las circunstancias, a algunas personas, que de ese modo desahogan la presión en la que tal vez viven. Pero de ahí a instalarse en ella media una diferencia que puede ser letal para una vida sana y fructuosa que merezca ser vivida. Y aun así vemos que esta situación se da, se da muchas más veces de lo que desearíamos admitir e incluso se ha hecho y se sigue haciendo apología de ella. Quéjate, quéjate por todo, quéjate con razón o sin ella, quéjate que algo sacarás en definitiva. Y si no sacas nada material al menos te quedarás a gusto por haberte quejado. Pues no, señor, a gusto no. No hay gusto ni alegría en la queja permanente y vana. Puede haberla en la queja merecida y con sentido, que en normales circunstancias constituye un hecho puntual porque habitualmente no vivimos sometidos todo el tiempo a injusticia e injurias reales y verdaderas, a menos que seamos ese tipo de personas trastornadas que ven enemigos en quienes le rodean o se sienten amenazadas por casi todo y casi todos. Tal vez sea eso, que hoy en día hemos convertido nuestras sociedades en un nido de trastornos y como tales trastornos nos ahogan, recurrimos a la queja para poder aguantarnos un poco más en esta vida. O tal vez sea que le hayamos encontrado el gusto a quejarnos por quejarnos y lo hayamos convertido en un adorno más de nuestra personalidad un tanto torcida. O tal vez que nos dé la gana ser unos egoístas que solo miremos por nosotros mismos y para quienes los demás no son más que objetos para nuestro deleite y satisfacción, que deben aguantar nuestra queja con sumisión y encima compadecerse por ello, para sernos así simpáticos.
La queja vana
