La mirada de la esfinge
Reflexiones, comentarios, poemas y otras composiciones
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A la vuelta, el mar…

Cautivas encerrado en esa cerca de la que —parece— no quieres salir nunca.

Y la angustia de tu vida, siempre andando por las estaciones,

sin nadie que la espere al final del recorrido,

ni el calor de la novela entre las manos.

La sombra ha vuelto a rodear el talle encadenado de tu cuerpo

y ha dejado, desistida, la ocasión de hacerle noche.

Es casi un silencio que se cruza una vez contigo en la esquina del barrio y lo dejas pasar

absorto con una pizca de luz entre los párpados.

¡Qué desilusión! ¿Y si esta noche no viniera el pájaro de los días amarillos a dejar su

pluma entre las sábanas de alquitrán y canela?

—No pude apenas levantar la cabeza, aunque la presión no había sido tan fuerte;

una pequeña herida, de la que un hilillo de sangre más roja se deslizaba veloz, goteando

su amanecer por todo el sendero de mi cuerpo,

y, es curioso, ahí, entre las rodillas,

florecían pequeñas caléndulas de agua que unas a otras se susurraban:

«¡Qué hermoso! ¡Qué hermosa es la noche en medio de los prados!»—

Parece despertar la angustia de la aurora ahora que conoce sus secretos.

Pero muda e impasible queda la roca de los tiempos, marcada por un sello de amapolas.

En el mar azul y limpio navegan nuestros cuerpos al ocaso,

en un navío de cuerdas armoniosas.

Suena el vibrar de las neuronas amarillas contra la piel de los escualos

y ni sus dentelladas obtienen la liberación:

cada vez más intenso, acaba por romper en mil fibras de puntas agudísimas

y erizan la inmensidad del mar.

Un día y una tarde,

otra mañana más,

avanzan por el piélago cubierto de restos de naufragios sin nunca fondear,

sin irse nunca a pique, en una salvación inesperada que acabe por hundirlos en lo

profundo del océano,

para ir a reposar, como un barco cansado de su singladura se adormece y cabecea y su

madre lo envuelve entre los brazos y lo deja reposar en su seno de sargazos.

Una vez vi la luz de una sirena cobijarse bajo las aguas de la bahía

buscando a quien amar,

¿o quizá buscaba su secreto perdido entre el bajío o los corales?

Ya levanta la mar los pétalos rosas de la aurora

entre sus dedos de ondas saladas y húmedas,

ahora precisamente, cuando vestía tu seda el pecho moreno palpitante de vida.

En el amanecer tus ojos preguntaban entornados al silencio

el porqué de aquella lejanía que cada instante te tornaba pájaro,

el porqué de aquella ola que pocas horas antes habías recibido en lo más íntimo

y habías aferrado como un náufrago,

tabla morena y blanda de tu cuerpo que conmigo había hecho una sola piel.

Y era el mar

que recorría cada seno de ti mismo,

cada golfo, cada ensenada,

los bajíos y las masas coralinas

y la arena finísima de las playas.

Era el mar que cada beso, cada ola,

cada paso de su mano te envolvía en salobre espíritu más allá de las sombras y del grito

ahogado y seco de la noche en tus sentidos.

Y en sus ojos, la luz azul del día, llena del fuego de la vida,

era rojo deseo de alas inquietas más firmes que el aire y que la noche.

 

II

 

Puede que no tengan ilusión las pupilas de los muertos,

que la vida no acompañe sus paseos cotidianos,

ni el aliento se recobre en una esquina de la carrera perdida.

Puede ser que solos anden por la vida

sin un ápice de sombra y de misterio

y presenten su máscara cada mañana

a la entrada de aquel hotel.

Puede ser que en sus tóraces sonantes

no haya más que luz y más que aire.

Que en sus bocas rojas y cuidadas

la sonrisa se dibuje con pastel de muy buena calidad.

Puede que el mar no haya llegado todavía a la orilla de sus playas y roquedos

y los peces exhiban sus colores tras el cristal o

entre el hielo de una pescadería,

o entre sábanas-mortaja de color caramelo.


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